viernes, 18 de julio de 2014

Testimonio. El dolor

En CITA los testimonios de los pacientes forman parte de nuestro trabajo de cada día. La escritura es una de las herramientas terapéuticas que utilizamos y una de las sensaciones que nos encontramos de forma recurrente es la de que, durante el proceso de curación, es la de reencontrarse con sensaciones que los pacientes creían olvidadas.
Cuántas veces nos quejamos del dolor y qué pocas tomamos consciencia de él, parándonos a escuchar qué nos dice. Lo rehuimos porque, ante todo, sentimos miedo al dolor: creemos que, si nos rendimos a él, no podremos sostenerlo, y nos entra angustia. Por eso, cada uno a su manera, buscamos la vía rápida para quitarnos el dolor de encima. De entrada, nos ocupamos todo el tiempo, sin darle espacio, abandonándonos a la hiperactividad o a la evasión: drogas, televisión, juego, trabajo, pornografía…

¿Hay tantos narcóticos a nuestra disposición! Si, a pesar de todo, asoma su sombra, lo posponemos diciéndonos que no es el momento para vivirlo. Otra manera de escapar del dolor es transformarlo en un sufrimiento constante, en un malestar neurótico. Entonces lo convertimos en un vacío infértil que nos hunde hasta trocar el sinsentido de nuestra existencia. Cualquier cosa antes que rendirnos al dolor. Porque entregarse al dolor es eso: rendirse. Y no es fácil, pues para entrar en el dolor hay que asumir la impotencia ante una situación vita: una pérdida, una enfermedad, una muerte, una situación indeseable. Sólo cuando te dejas tocar por la impotencia, puedes entrar en el dolor. Pero esa es una vía sanadora: bajar la cabeza ante algo más grande que uno mismo, ante algo que no podemos controlar ni comprender.

Aceptar, simplemente, la vida tal como es. Aceptar nuestro propio límite y dejar de luchar contra nosotros mismos y contra el mundo en un callejón sin salida, empeñados en que las cosas sean de una manera determinada. Renunciar a la exigencia de tener que comprender y tener que encontrar una solución. Liberarnos de esa prepotencia que nos devora por dentro. Esta aceptación de la pequeñez del ser, del ”no sé” y del límite, nos humaniza y nos abre al dolor. Al darle espacio, dejando que se exprese, sentimos que algo en nuestro interior se muere. Al permitirnos llorarlo, es como cuando éramos niños y algo nos dolía. Entonces, cuando el cuerpo se encoge, lo acunamos dándole consuelo. Así es como aceptamos el dolor de la herida y de la pérdida, el dolor de lo quisiera que fuese y no es. Esa entrega al dolor, ese rendirnos, nos transforma, nos vuelve un poco más humildes.

En ese rompernos en pedacitos, en ese sentir el frio interno y la muerte, el cuerpo tiembla con toda su fragilidad. Pero, a la vez, el vivir eso que duele nos fortalece, pues reconocemos algo nuevo y renacemos a un nuevo amanecer donde el corazón está despierto. Emprendemos un nuevo camino, en un volver a empezar que nos acerca un poquito más al lugar del amor.
Mari Arenas. Terapeuta Gestalt y de Constelaciones familiares.

Entrada publicada originalmente en la página web del centro de desintoxicación CITA

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